Año 2, número 15
Lizeth Sevilla
Yo vengo de la tierra. Anduve caminando a través del surco, echando semillas, cuidando la milpa desde que tengo memoria. Desde pequeña me enseñaron a proteger a la madre tierra, a abrazar la rabia cuando algún saqueador quiere tomar los bienes comunes y mancillarlos. Crecí escuchando historias del campo, de lucha, de resistencia, del peligro que representa al mal llamado desarrollo y las modernidades a boca de políticos y universidades.
Crecí añorando siempre regresar al terruño, pero las mujeres pocas veces somos poseedoras de la tierra, sembramos la tierra de los abuelos, los padres o hermanos. Durante años mientras abrazaba el oficio de escritora y profesora de universidad siendo una psicóloga con Freire en el corazón, buscaba espacios para sembrar, ahora una maceta, ahora en el patio, en la azotea. Llevé las semillas conmigo. En el viaje coincidí con otras sembradoras que me compartieron su amor por la tierra.
Mi compañero de vida y yo somos académicos. Hemos acompañado durante años a familias de diversas comunidades en procesos de transición agroecológica. En el caminar hemos constatado historias de amor, respeto, agradecimiento a la madre tierra. Poco a poco fuimos sabiendo que queríamos construir un espacio para cultivar nuestros alimentos, cuidar-ser guardianes de semillas y acompañar a nuestra hija, Aimara, en su propio caminar amando y respetando la tierra.
Un día tuvimos la fortuna de coincidir con una maravillosa familia, los Casimiro Rodríguez, en Sancti Spiritu, Cuba, quienes nos mostraron cómo la agroecología es parte de sus vidas, porque todos y todas dejan algo de sí mismos, de su amor y respeto en la finca, en poner el alma en las raíces de un hogar que ha sabido dialogar con la naturaleza, que crean espacios para dialogar con quienes vamos a su hogar, llenos de esperanza.
Nos aferramos a buscar nuestra tierrita, para cuidarla y sembrarla, para hacer de ella ese espacio de retorno a la raíz, a sembrar nuestros ombligos. Después de mucho esfuerzo coincidimos con un terruñito en el corazón de la Sierra del Tigre, lleno de misticismo y paz. Decidimos comenzar ahí nuestro viaje.
El 24 de junio de 2024 nombramos a la tierra Mayahuel. Finca Agroecológica. Hemos tenido conexión con el respeto por la vida que representa Mayahuel, la diversidad y presencia de las mujeres, de una generación de campesinas, agroecólogas dueñas de su tierra, mujeres que protegen los saberes de sus ancestras y ancestros, guardianas de semillas, defensoras del territorio.
Comenzamos la siembra, convocamos a tequio y vino nuestra familia a ayudar. Ahí con el favor de la lluvia hicimos milpa, cercamos con maguey pulquero, reforestamos un bosque lastimado por el fuego y el monocultivo, sembramos flores. Nuestro corazón está feliz. Vamos regresando poco a poco a la raíz sabiendo que esa es la vía. Y aunque nos enfrentamos a dificultades propias de ir sanando una tierra que durante años fue tratada con agroquímicos, sabemos que con los cuidados y el cariño que le tenemos volverá a ser la tierra viva que es en sus entrañas, la composta, los caldos y la lluvia la curarán paulatinamente. Vivirla nos enseña eso, a reinterpretar el menester de los tiempos y dejarnos de prisas, algo mal aprendido del día a día en la selva de asfalto.
Ahora Mayahuel es un espacio vivo donde Aimara, una niña de cinco años, crece sabiendo de la importancia de proteger la naturaleza de la que ella forma parte, se relaciona con las semillas, con otros seres vivos, construye otros diálogos en los que la <maleza> no existe sino que son plantas que forman parte del espacio, va sabiendo lo hermoso de la diversidad que el territorio ofrece y que debemos mantener y respetar.
Otras generaciones son posibles.