El Grullo, Jalisco

A lo largo de la historia, ha existido una constante preocupación por la “educación” de los niños, orientada a prepararlos para convertirse en adultos funcionales y valiosos para la sociedad. Para ello, se han creado espacios educativos que buscan moldearlos según los valores y expectativas del mundo adulto. Estos espacios también resultan convenientes para los propios adultos, ya que permiten delegar parte de la responsabilidad de su crianza y disponer de más tiempo para otras actividades. En consecuencia, el Estado ha asumido la educación como una obligación constitucional, garantizando que siempre existan instituciones donde los niños reciban la formación necesaria para transitar hacia la adultez.

En el ámbito recreativo, la institucionalización del Día del Niño cumple una función principalmente simbólica: se celebra con espectáculos, regalos, juegos y globos, como si con ello se atendieran verdaderamente las necesidades de la niñez. Paralelamente, surgen e incluso se oficializan actividades que aparentan integrar a los niños en la vida comunitaria, aunque muchas veces se trata de simples simulacros donde su voz no es escuchada ni su participación es auténtica (no hay que olvidar que la palabra “infancia” proviene del latín infantia, que significa “sin voz”), lo que pone en evidencia una visión arraigada de los niños como seres sin capacidad de decisión ni protagonismo propio. De este modo, se cumple de forma superficial con la obligación social de “ocuparse” de la niñez.

Los niños necesitan expresarse. Tienen ideas, emociones, intereses, y una voluntad de participar que muchas veces supera con creces la de los adultos. Se acercan, preguntan, opinan, proponen. Pero si no encuentran respuesta, si no hay quién los escuche ni quién los acompañe, esa energía se apaga. La apatía y el desinterés de los adultos no solo se notan, sino que se transmiten. Cuando un adulto decide no acompañar al niño, cuando opta por no involucrarse, le está enseñando que también es válido retirarse, desentenderse, abandonar.

Por ello, es necesario que los adultos se hagan responsables, no solo como figuras de autoridad, sino como guías sensibles y conscientes. Inscribir a los niños en actividades artísticas y culturales —cuentacuentos, círculos de lectura, talleres de escritura, de teatro o de música— no debe ser una acción aislada ni secundaria frente al deporte o el simple entretenimiento. No se trata solo de “ocuparlos” por las tardes, sino de acompañarlos en procesos formativos que pueden marcar su vida para siempre. Un taller de lectura no es menos valioso que una clase de fútbol; al contrario, puede ser el espacio donde el niño descubra su voz, su pensamiento, su imaginación.

Muchos adultos temen que sus hijos se enamoren de la música, del arte, de la literatura, porque lo ven como un camino incierto o poco rentable. Sin embargo, no se trata de imponer un destino profesional, sino de abrir horizontes. De darles la oportunidad de conocerse a través de lenguajes que no siempre están disponibles en la escuela formal. Negarles esa posibilidad es limitar su mundo.

Los adultos suelen lamentarse ante las actitudes de los niños y adolescentes. Se escandalizan por lo que ellos mismos sembraron con su abandono o indiferencia. Como bien dice Graciela Montes: “La sociedad, cuando ve su producto, no atina sino a agarrarse la cabeza escandalizada. Primero provoca el incendio y después sale corriendo a llamar a los bomberos”. Si queremos comprender lo que les pasa a los niños, miremos primero a los adultos.

El desinterés por ofrecer a la niñez su verdadero lugar en la sociedad, por escucharlos y permitirles participar con libertad y respeto, solo puede producir adolescentes y adultos frustrados, resentidos o apáticos, que buscarán camuflar su malestar bajo apariencias de bienestar superficial. En cambio, si queremos una sociedad más justa, creativa y viva, necesitamos constituir una comunidad que reconozca a niñas, niños y adolescentes como generadores de cultura, como personas completas, sensibles e inteligentes.

Y esto empieza con decisiones pequeñas pero fundamentales: elegir conscientemente las actividades a las que los inscribimos, escuchar lo que desean hacer, acompañarlos, involucrarnos, sostener sus procesos. Elegir por ellos, sí, mientras son pequeños, pero no para imponerles una agenda de ocupación, sino para abrirles caminos posibles. Y una vez que los recorran, tener el valor de seguirlos también nosotros, de aprender con ellos.

En El Grullo, Jalisco, esta visión aún encuentra grandes obstáculos. Las iniciativas independientes que buscan ofrecer alternativas culturales a la niñez reciben escaso apoyo, tanto de las autoridades como de la propia comunidad. Ejemplo de ello son las presentaciones de cuentacuentos realizadas en el Paralibros de la Alameda, o el Festival Literario Infantil “Jugando con las hojas al viento“, que ha logrado realizarse en dos ocasiones pese a la indiferencia institucional y social. La participación ha sido reducida, sí, pero profundamente significativa. Cada niño que asiste, cada familia que se involucra confirma que estos espacios son necesarios.

Construir una cultura que valore realmente a la infancia implica más que discursos y celebraciones simbólicas. Requiere acción, constancia y voluntad. Y, sobre todo, adultos presentes que escuchen, que acompañen y que crean en el poder transformador de una historia bien contada. Elegir llevar a un hijo a una función de cuentacuentos, por ejemplo, aunque implique sacrificar una mañana libre o una tarde de descanso, es un acto profundamente amoroso. 

No se trata solamente de llenar un espacio con una actividad “infantil”, sino de elegir con conciencia qué experiencias deseamos sembrar en su mundo interior. Cada vez que un padre o madre toma esta decisión, está diciendo: “Tus intereses importan. Tu mundo merece ser nutrido”. No es una renuncia a la vida adulta, sino una afirmación de que lo que le sucede al niño aquí y ahora también es vida plena.

Muchas veces, los adultos priorizan sus propias rutinas —el supermercado, el café con amigos, el partido de futbol— por encima de las necesidades expresivas de sus hijos. No es por maldad, sino por costumbre, por agotamiento o por una noción equivocada de eficiencia: creen que el tiempo debe rendir, que todo debe tener un resultado visible. Pero en la infancia, lo invisible es lo que más cuenta. Un cuento compartido, una risa durante una función, una pregunta lanzada al terminar una historia, son huellas indelebles que ningún adulto recuerda haber dejado, pero que el niño llevará toda su vida.

Fotografías cortesía de Néstor Daniel Santos Figueroa

La presencia del adulto en estas actividades no es pasiva. No basta con dejar al niño “ahí” y esperar que el espectáculo termine. Lo que verdaderamente nutre es la compañía atenta, la conversación después, el “¿qué te gustó más?” o el “¿te dio miedo esa parte?”. Esa presencia construye un puente emocional entre generaciones, y enseña al niño que su mundo interior no solo es válido, sino también compartible. No se trata de ser animadores permanentes, sino de ser testigos comprometidos.

En un mundo que acelera sin pausa, detenerse para entrar en el tiempo del cuento, que es también el tiempo del niño, es un acto revolucionario. Es decirle al niño: Vamos a imaginar juntos, vamos a escuchar lo que alguien ha inventado para nosotros, vamos a suspender la urgencia por un rato y entrar en otro ritmo, uno más lento, más atento, más humano”. Eso no tiene precio, y, sin embargo, cuesta: cuesta tiempo, cuesta atención, cuesta salirnos del yo adulto para entrar en el tú niño.

Hacer espacio para las actividades de los hijos, elegir por ellos aquello que les ofrece mundos simbólicos ricos, no es un lujo, ni una concesión. Es una forma de justicia cotidiana. Porque los niños, mientras son pequeños, dependen de esas decisiones para expandir su conciencia y su sensibilidad. No basta con alimentarlos y cuidarlos; también hay que ofrecerles la posibilidad de soñar, de jugar, de emocionarse, de descubrir que el mundo es más grande de lo que imaginan. Y para eso, a veces, hay que dejar la comodidad del adulto y sentarse en la pequeña butaca de la infancia.

Fotografías cortesía de Néstor Daniel Santos Figueroa

El cuento no es un simple entretenimiento. Es, para el niño, una puerta abierta al mundo y a sí mismo. A través del cuento, los niños aprenden a imaginar, a anticipar, a comprender emociones complejas. Se identifican con personajes, experimentan conflictos, soluciones, tristezas y alegrías, en un espacio seguro. El cuento permite vivir sin riesgo, ensayar sin consecuencias, construir sentido. Es uno de los primeros laboratorios de empatía que tiene la infancia.

En tiempos en que las pantallas capturan la atención con estímulos rápidos y visuales, el cuento sigue siendo un espacio donde la palabra es soberana. Escuchar un cuento obliga a detenerse, a imaginar con los propios recursos, a activar la mente y el corazón. El niño no solo recibe una historia; la recrea dentro de sí, con los colores, voces y gestos que su imaginación le dicte. En ese ejercicio de recreación nace la creatividad, el pensamiento crítico, la autonomía emocional.

Los cuentos también ofrecen consuelo. Muchos niños atraviesan momentos de miedo, de soledad, de tristeza que no saben cómo nombrar. Un buen cuento puede poner palabras allí donde solo hay sensación difusa. Puede decir: “Esto que sientes, también lo ha sentido alguien más. Mira cómo lo transformó”. De ese modo, el cuento se convierte en un espejo simbólico que ayuda al niño a comprender su experiencia y a tramitarla.

Además, el cuento es una fuente de alegría. Reír con un cuento, emocionarse con él, pedir que lo repitan una y otra vez, forma parte de un proceso profundo de construcción de identidad. En la niñez, la felicidad no está desligada del conocimiento: cuanto más se descubre, más se goza. Y el cuento, bien elegido, bien contado, es una joya de descubrimiento y placer. Por eso, es vital que los adultos elijan cuentos que respeten la inteligencia y sensibilidad del niño, y que no los subestimen.

Finalmente, el cuento es comunidad. Cuando se cuenta una historia a un grupo de niños, se forma una red invisible de escucha, de mirada compartida, de emociones que fluyen entre todos. El cuento crea un nosotros. Y en una sociedad que muchas veces aísla, el cuento puede ser el primer lugar donde un niño se sienta parte. Por eso, defender el cuento es defender la infancia. Y acompañar a un niño a escucharlo, es una de las formas más hermosas de estar con él.

Pitenzin: Niñeces
Ilustración de Ingrid Leguer

Néstor Daniel Santos Figueroa