

La escuelita Pitenzin
“La sabiduría viene de la tierra. Ella me enseña, ella me habla. Yo solo repito lo que ella me dice.” — María Sabina, sabia mazateca
Ciudad Guzmán, Jalisco.
Sábado por la mañana. El sol apenas calienta y ya hay movimiento: risas pequeñas, pisadas rápidas, regaderas de plástico arrastradas como si fueran de solo polvo y agua. Algunas niñas y niños ya llegan con su gafete colgando: Raza Jala para los mayores, Palomero para los más pequeños. Mi grupo —las tres niñas que acompaño— caminan juntas, a paso rápido, con los ojos bien abiertos por delante de sus padres. Ellas son Palomero, pero no por ser “menos”. Más bien, por estar más cerca del comienzo, de la semilla que aún está tierna.
En sus gafetes no solo hay una palabra: hay historia, maíz, raíz. No es un adorno. Es un recordatorio de que todos venimos de algo que brota.
Lo primero: el juego
Antes de tocar la tierra, jugamos. Corren, se esconden, se persiguen. No es solo diversión, es una forma de decir: “Estamos aquí, juntas”. En los juegos aparece ya el cuidado: una le grita a la otra que se amarre el zapato, otra le presta el gorrito que se le cayó. Esas pequeñas acciones son las primeras formas del conocimiento que se comparten. No con fórmulas, sino con gestos.
El aprendizaje empieza en el movimiento, no en el discurso.
Llegar al huerto
Las plantas germinadas están listas. Cada una trae la suya, en su cono de cartón húmedo. Han pasado semanas cuidándolas en casa, con ayuda de sus madres, padres o abuelas. Algunas traen raíces que ya asoman, como si quisieran salir corriendo al suelo. Las niñas me las muestran con orgullo y algo de nervios:
—“¿Crees que sí aguante?”
—“Sí. Tu plantita sabe. Y tú también.”
Nos acercamos al surco, y ahí comienza la ceremonia más sencilla y poderosa que he visto: las niñas hincadas en la tierra, haciendo un hueco con sus manos, depositando la planta como si pusieran algo frágil y sagrado.
La madre le explica a la hija cómo hacerlo:
—“Mira, si lo pones muy hondo se ahoga… mejor así, que le dé el sol.”
—“¿Y si la piso?”, responde la niña.
—“No la vas a pisar, yo te cuido.”
Y así, sin grandes palabras, están practicando el cuidado mutuo.
Regar juntas
Después del trasplante, vamos al invernadero. El calor se encierra ahí como en una casa, como en un abrazo. El agua cae de las regaderas con ritmo torpe, pero constante. Las niñas no sólo riegan: también preguntan, se ayudan, se enseñan cosas que descubrieron:
—“Si le echas muy rápido se escurre.”
—“Yo la despierto con poquita primero.”


Me doy cuenta de que entre ellas se va formando una pequeña red. No hay jerarquía, no hay quien “sepa más”. Lo que hay es escucha. Intercambian saberes como se intercambian piedritas bonitas o dulces.
Una se queda mirando fijamente una gota que cuelga de una hoja. No dice nada, pero se queda ahí, en silencio, largo rato. Yo no interrumpo. No hace falta nombrar todo. A veces, aprender es simplemente mirar.
El cuerpo como raíz
Mientras trabajan, se ensucian. Las manos, las piernas, a veces hasta la cara. Se ríen, cambian de opinión, transforman ideas, sienten mientras se están conociendo. Una se dirige directamente hacia el barro y empieza a mover los pies como si fuera una enredadera.
—“Imita a las planta”, pienso.
En ese momento, su cuerpo es parte del paisaje. No hay separación entre niña y tierra, hay armonía, otro tipo de comunicación. María Sabina decía que la sabiduría viene de la tierra. Y yo, viendo a estas niñas tocarla, olerla, hablarle, entiendo por qué. Hay una distribución viva.
Compartirse


Un acto pequeño que parece insignificante, pero que contiene el mundo: cooperación, cuidado, confianza.
En un momento, una niña le enseñó a otra cómo sostener la regadera para que no pesara tanto. La primera le dijo gracias y después, sin que nadie se lo pidiera, la ayudó a cargarla de regreso.
Entre ellas había algo más fuerte que una lección: había vínculo.
El ritual del canto
Al inicio de una sesión, cuando la mañana se convertía en tarde y comenzaba a alargarse, una de las madres se acercó con una guitarra y mientras formábamos un círculo en esencia dijo:
—“Este canto es para ustedes, para sus hijos, y para la tierra.”
Empezó a cantar con una voz suave pero firme. Hablaba del vínculo entre los niños y sus madres, de cómo la naturaleza nos conoce por nombre y por piel. Las niñas se hablaban y buscaban cercanía sin que nadie se los pidiera. En momentos cerraron los ojos. Yo sentía más de lo que podía decir.
En ese instante, no estábamos en una escuelita. Estábamos en un territorio sagrado. No por lo religioso, sino por lo profundamente humano.
Ese canto no era un acto decorativo. No fue un momento perfecto, una de las niñas reclamaba los brazos de su madre, entre un vínculo tan grande esto parecía casi inevitable y eso lo hacía aún más agradable.




El regreso
Al final de cada sesión, las niñas regresan a sus casas con tierra en las uñas y el cuerpo cansado. Pero también con algo más: una nueva forma de entender el cuidado, una nueva confianza en sus propias manos.
Yo también me voy distinta. Las niñas me enseñaron más de lo que yo podría haber planeado.
Me enseñaron que la tierra no se explica: se toca.
Que el conocimiento no se impone: se comparte.
Y que no hay nada más insurrecto que unos cuantos niños pequeños ayudándose entre sí a sembrar, tanto recuerdos, como alimentos.Y le di toda la razón a Lorena Cabnal cuando dijo que “El cuerpo que siembra también se cultiva.”


Ilustración de Ingrid Leguer
Alejandra Andrade Rosales
Estudiante de Licenciatura en Letras Hispánicas en el Centro Universitario del Sur y parte del equipo de Teocintle gaceta agrocológica.