Año 2, número 15
Gabriel de Dios
Yo quiero mucho a la milpa por todo lo que representa. La milpa mantiene mi cuerpo activo y saludable; cuando amanece recibo el cantar de los pájaros, el baño de sol, la fuerza del día que comienza; y al atardecer, la satisfacción del trabajo, la plenitud de los músculos por una actividad que no ha sido en vano. Cultivar es mi ejercicio, mi deporte y mi labor.
La milpa dota de sentido a mis palabras y sonidos. Me anima a estar atento de la luna, de los vientos y del sol. Cuando trabajo en la milpa soy uno con mi entorno y no el humano que ha de someter al mundo en el que habita; éxito a la par que el chapulín, el gusano y la calabaza. La milpa, me pone en paz, no se puede sino ser humilde y sereno ante la magnificencia de la vida.
Mi padre supo sembrar, igual que mi abuelo y el abuelo de mi abuelo y que todas mis abuelitas, pero hace décadas algo cambió en la tradición de mi familia. Algunas cosas mejoraron, es cierto, mis tíos pudieron ir a la escuela y conocer otras formas de vivir la vida; ya no se morían los chamaquitos por falta de medicina; pudimos tener algunas cosas materiales; medio salimos de la pobreza y nos vieron un poquito menos para abajo.
Pero con los cambios también vinieron cosas agresivas, se nos quitaron las “creencias y supersticiones” por lo que los conocimientos en curación de mi abuela se perdieron para siempre; la gente se fue al norte o a la ciudad; los que tenían buena cabeza hicieron licenciaturas y maestrías; encontraron trabajo en el gobierno o en la fábrica…y se limpió la tierra que teníamos en las manos.
Entonces, los que éramos niños ya no aprendimos a sembrar, no había tiempo para enseñarnos. Con la Reforma Agraria desapareció el ejido y las tierras se vendieron por lotes de cuarenta metros cuadrados cada uno. Los que conservaron la tierra, para poder mantenerse, tuvieron que comprar la semilla, el fertilizante y los plaguicidas, “para ser más productivos”, les dijeron. Ahora la cosecha y el trabajo tiene un precio fijo que se ordena desde Nueva York. Solo algunos abuelos con su paso lento, paciencia y sabiduría supieron seguir sembrando al modo de antes.
Una vez, de niño, le oí un rico ganadero de la región burlarse de los campesinos, dijo que éramos los mil-peros, porque siempre había excusas para no salir adelante, que pareciera que nos gustaba vivir en la miseria, que los que siembran maíz cosechan puro chile. Lo que no supo entender aquel señor y yo tampoco comprendía en ese momento, es que la milpa no se trabaja por dinero, por una camioneta grande y un celular que tome buenas fotos. La milpa no deja gloria mundana, ni respeto, ni reconocimiento. Se trabaja por comida (comida buena), por alegría y por amor. Lo supo mi padre, mi abuelo y todas mis abuelitas.
La milpa nos da elotes, quelites, frijol tierno, chilacayote, tomatillo, flor de calabaza, semilla de girasol, hinojo, huajes, pencas, pulque, aguamiel, chapulines, nopales, tunas, antijuelilla, chicalote y otras medicinas, ejotes, calabacita, totomoxtle para los tamales, rastrojo para el ganado, calabaza para dulce y maíz, entre otras maravillas. Por eso quiero mucho a la milpa, por eso decidí andar entre los surcos y enseñarme de nuevo, para retomar la ciencia de mis ancestros, para volver a la vida.
No ha sido fácil, la tierra te requiere, te exige constancia y disciplina. Además, el tiempo ya no es el mismo, la lluvia ahora es más escasa, los rayos del sol son más intensos, con el uso de insecticidas las plagas se hicieron resistentes, he tenido años perdidos de solo cosechar tristeza. Pero aquí nadie se raja, aprendo día a día, incorporo cada año conocimientos y tecnologías. La milpa de mi abuelo era una finca agroecológica, aunque él no lo sabía ni le decía así; yo trato de leer y de informarme sobre esta ciencia y aplicarla en el cultivo del maíz tradicional.
Aunque sea un pedacito, aunque sean poquitos surcos, aunque sea nomás para los elotes, trato de no dejar. Qué bonito es ver las flores, las primeras “muñecas” cuando el maíz jilotea, sentir la diversidad manifestarse. He aprendido a apreciar una llovizna, un sereno, a leer las nubes. Aun me falta mucho, los abuelitos saben, por ejemplo, cuando el año viene bueno, o, casi como adivinación, reconocer la entrada del temporal.
Hago en mi vida otras cosas, doy clases, toco música, escribo, pero el camino de la milpa no lo dejo, seré milpero hasta que me muera; he de aprender, he de enseñarme. Quiero descubrir el mundo a través del maíz, el frijol y la calabaza. Sé que no soy único en el mundo, que, en otros espacios, en otras regiones, hay hombres y mujeres como yo, con este sueño, con este destino, quizá con más experiencia, quizá apenas empezando, para ellas y ellos mi saludo, mi admiración y mi respeto.
Yo quiero mucho a la milpa porque representa mi historia y mi presente, la resistencia a una sombra que parece devorarnos, el consejo de mi abuela hablándome a través de las plantas, las manos vivas de mi abuelo cuando pongo las mías a trabajar, la esperanza en un futuro porque la tierra es buena y a ella pertenecemos.