Año 2, número 10
Judith Pérez Martínez
Vinieron. Ellos tenían la Biblia y nosotros teníamos la tierra. Y nos dijeron: "Cierren los ojos y recen". Y cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros teníamos la Biblia - Eduardo Galeano
Desde tiempos precolombinos, ha sido una constante el sometimiento, la sumisión y explotación de los pueblos originarios, se refuerza con la conquista y en los diferentes procesos de cambio en México contemporáneo. Ha sido una constante la lógica de percibir a los pueblos como ciudadanos susceptibles del despojo, explotables o de segunda, al no otorgarles condiciones para su pleno desarrollo. Cuando los conquistadores llegan a lo que ahora conocemos como América Latina, se creía que estaban llegando a las indias, y es por esto, que, a los pueblos originarios se les llamó indios, hoy día este es un término, que se sabe, es despectivo, parte de una violencia epistemológica, que hace continuación de esta lógica de acumulación originaria.
Después de un proceso de independencia y revolución posteriormente, México no ha logrado salir de esta dinámica. Con el proceso de la Reforma Agraria, a una parte de los pueblos originarios se les hizo llamar campesinos, dotándoles de la posesión legal de una porción de tierra por medio del ejido, para que ellos fueran artífices de su trabajo, organización y seguridad alimentaria. Sin embargo, este proceso quedó como una suerte de revolución trunca.
Se han hecho intentos por atender esa exclusión y atraso secular, pero éstos han sido con el propósito de integrarlos, a un patrón de acumulación que se sustenta en su explotación, lo que conlleva intensos procesos de transculturización y aculturación, fomentando la pérdida de identidad y su sentido de pertenencia, trivializándoles, para integrarlos a la lógica capitalista, modificando sus formas de vida: cosmovisión, formas de gobernanza, fortalezas culturales, etc. Todo en un supuesto proceso de integración a uno modelos de modernización, cuestionables. La idea que les lanza el capital es que no pueden permanecer en el atraso, que urge la integración a las exigencias del mercado, sin mencionar que la publicitada modernidad les acarreará –por experiencias- más perjuicios que beneficios en términos de sus indicadores de desarrollo humano. Esto se volvió institucional con la reforma al Art. 27 Constitucional de Carlos Salinas Gortari (1988-1994), para integrar a las fuerzas del mercado al ejido, que era una de las formas de producción que les permitía, al menos, una economía autárquica y un muro de defensa de los pueblos originarios. Esta forma al 27 Constitucional era para que la agricultura se modernizara, y fuera competitiva frente a la apertura indiscriminada que implementa Salinas concretada en la entrada en vigor del Tratado de Comercio Libre (TLC) y se convirtiera en una agricultura farmer, tipo Estados Unidos, pero eso significaba que los grandes capitales iban a despojar de las tierras a los pueblos por medio de la compra, cuando se permite la venta del ejido.
Todo eso nos da una idea de que urge y se requiere una visión antropológica aunado a la convocatoria de otras disciplinas, que logre interseccionar lo anterior, respetando la identidad de los pueblos, su cosmovisión y que integre, pero no destruya su sentido de pertenencia, sus rituales ancestrales, sus usos y costumbres. Darles oportunidades bajo bases distintas, que les permita integrarse, pero no como servidumbre, no despojándolos de sus tierras. Tenemos que darles alternativas realmente tangibles, viables, económicamente viables y con sustentabilidad. No ver sus cuerpos de agua, sus bosques, su subsuelo como botín capitalista. Urge replantear las políticas públicas. Se requieren políticas públicas sociales (que vayan a la raíz de los problemas) y menos asistencialismo que sólo pospone la profundización de la crisis.
La academia tiene una deuda con los pueblos originarios y la coyuntura es propicia para realizar aportes que intenten cambiar el horizonte.